Doolittle: la inconformidad y el ímpetu
10 minutos de lecturapor Alberto R. León
La adolescencia es un momento extraño. A momentos tan confusa y difícil, a momentos mágica e idílica, y la mayor parte del tiempo un infierno que parece no tener salida.
Estoy consciente que mi adolescencia, en términos generales, fue promedio: con sufrimientos y logros muy normales, nada extraordinario, con “malas” y “buenas” amistades, amores eternos más efímeros que nada y ese tipo de cosas. Esta retrospectiva en absoluto descalifica las diversas experiencias que tuve, desde el primer churro de mota que probé hasta el ser perseguido por un sujeto que me apuntaba con un arma.
Lo cierto es que ahora, en la víspera de llegar a la edad de nuestro señor Jesús, puedo decir que mi adolescencia fue un grito impetuoso que buscaba salir por cada poro de mi piel, rabioso e incontrolable, sin coherencia y sin rumbo. Y miro satisfecho que sigo con vida, a punto de cumplir una edad a la que nunca esperé llegar ni por error. Y entonces vienen a mi mente diversos momentos que ahora veo como hechos acumulados y que definieron quién soy hasta ahora.
Por todo esto puedo asegurar que hay un disco tan paralelo a mi adolescencia que se ha vuelto una obra capaz de definirme en aquellos tempranos acostones con las novias de la prepa o las peleas campales entre estudiantes y porros de las que muchas veces fui parte. Me refiero al Doolittle de Pixies. Pero para llegar a este disco es necesario reconocer que como muchos otros mi acercamiento a Pixies fue por “Where is my mind?” en Fight Club y esa épica escena de Marla y el narrador tomados de la mano mientras todo se va al carajo.
Para un chico preparatoriano como yo, “Where is my Mind?” se convirtió al instante en un himno, en un canto de guerra que era proclamado en fiestas precarias donde las “aguas locas” corrían sin fin. Y fue en una de esas fiestas donde sonó “Wave of mutilation” y el inevitable slam se formó, las patadas y los golpes se acumulaban en una turba de hormonas y violencia. ¿Pero qué demonios era aquello que estaba bailando?, me preguntaba, dado que no lo conocía en absoluto. Aunque no tardé en saberlo.
Por aquellos años, un compañero de clases, considerablemente mayor a todos los de nuestro grupo, me invitó a unirme a su banda de rock. Él notaba mi entusiasmo por la música y consideró que sería buena idea que les ayudara tocando el bajo eléctrico; desde luego yo no sabía tocar un instrumento salvo en mi imaginación, pero no lo dudé ni un minuto y me sumé, así que como toda banda de rock de preparatoria los covers eran el inicio obligado. Una vez acepté, me entregó al siguiente día un disco con las canciones que debía aprender para el primer ensayo, además de prestarme su bajo eléctrico y las tablaturas de las canciones.
“¿Qué demonios había aceptado?”, me pregunté varias veces mientras cargaba el pesado instrumento rumbo a mi casa. Por aquellos tiempos los discman eran el gadget urbano obligado de la juventud, así que me dispuse a escuchar el disco que Christian, mi compañero de clases y ahora compañero de banda, me había entregado. ¡Y vaya sorpresa, la primera canción fue “Wave of mutilation” de Pixies!, y logró transmitirme toda esa energía que había sentido cuando la escuché por vez primera. Escuché varias veces ese track sin si quiera preocuparme por las canciones que seguirían.
La historia de la banda de rock fue, como muchas cosas de la juventud, vana y pasajera, pero lo verdaderamente importante de aquella experiencia fue que conocí mucha más música de la que hasta entonces había escuchado, y además pude relacionarme directamente con la música al aprender a tocar un instrumento como el bajo eléctrico, pero eso es otro tema. Lo importante aquí es Pixies y su disco Doolittle.
El disco con canciones que covereabamos en la banda tenía una segunda canción que literalmente me voló los pensamientos, hablo de “Hey”, otra canción de Pixies, leía en el track list. “Esos Pixies son muy buenos”, pensaba. En el primer ensayo que tuve con la banda todo había salido según las expectativas de Christian, yo era un caos y en general apestábamos, pero él estaba convencido de que el ensayo constante me haría mejorar considerablemente, aún tenía confianza en mí y yo lo agradecía. Aquella tarde le pedí a Christian que me prestara el disco de donde había sacado las canciones de Pixies, y así sucedió, una ansiada copia pirata del disco Doolittle, en cuya portada se apreciaba un borroso mono petrificado con números, estaba en mis manos.
A penas llegué a mi casa aquella noche, hice un respaldo del disco en mi computadora, en aquellos momentos no tenía quemador de CDs, ya que era un lujo al que no tenía acceso, pero la copia digital valía la pena tenerla en mi ordenador respaldada. Estuve muchas horas escuchando el disco, buscando las letras en internet, con un google prehistórico y algunos de blogs que, principalmente en inglés, hablaban sobre la banda, sobre sus temas y sus motivos. Para mí era prácticamente imposible entender salvo los cognados que llegaba a reconocer.
Con el tiempo, los ensayos y sobre todo el interés que tuve por Pixies, aprendí que la música no solo se escucha, sino que se vive, se experimenta y se lleva hasta las últimas consecuencias. Es muy difícil decir con exactitud cuántos álbumes o películas han influido en mi vida. Pero con certeza los Pixies han formado parte de esos grupos imprescindibles que me han acompañado por años.
No sabría decir cuántas veces he escuchado Doolittle, por 16 años. Hoy en día tengo mi copia en vinil y desde luego mantengo una copia digital para que pueda reproducirlo cuando quiera, y afortunadamente entendiendo sus letras, ¡hasta en karaokes he cantado a Pixies!
En 2019 el álbum cumplió 30 años (yo soy tan solo tres años mayor que él) y a pesar de tener ya sus tres décadas a cuestas, Doolittle es un álbum que aún es fresco a mis oídos y novedoso en muchos sentidos, como aquellos días en que bailaba slam con “Wave of mutilation” o cuando tocaba en el bajo “Hey” o “La la Love You”. Aún hoy soy capaz de sentir esa energía, esa inconformidad y extrañeza que exuda este disco y que me sigue apelando, invitando a cantar, a sonreir y a vivir.
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