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Without You I'm Nothing

7 minutos de lectura

por Alberto R. León
categorías: música | ideas | opinión

En este contexto, justo en medio de una pandemia y de una situación de extrema complejidad existencial, me ha sido muy complicado mantener la cordura, sea por el aislamiento, sea por la desesperación de no poder estar para los seres que tanto amo y que me aman, sea por el miedo y la paranoia a todo lo que me rodea, sea por cualquier cosa. En un intento, escapista quizá, de recrear recuerdos de “tiempos mejores”, no menos difíciles pero sí más asimilados, me viene a la mente la portada de un disco de esos que “cambiaron mi vida”, el álbum Without you I’m Nothing de Placebo fue para mí, en varios sentidos, una primera vez a muchas cosas.

Es probablemente porque me descubro sentado en la mesa del comedor, tal como las personas de la portada, con los brazos apoyados el uno sobre el otro en la superficie, porque mi mirada está extraviada viendo a la nada, clavada en el color oscuro de la tabla que soporta mi cuerpo, y porque mi semblante desencajado es el espejo del desconcierto, la preocupación y el miedo.

Los años que han pasado desde la primera vez que tuve ese disco en mis manos se encargaron que poco a poco me olvidara o diera por superado el gusto que en mi adolescencia tuve por Placebo, por mi ignorancia y por mi soberbia de conocimientos musicales enterré en mi memoria una de las sensaciones vitales y más poderosas que he tenido en cuanto a música se refiere. Y es que este grupo, y este disco particularmente, son tan importantes en mi vida que a casi dos décadas de haberlos conocido he replicado casi con perfección, no una, sino muchas veces el duelo y dolor que me transmitió el disco en su totalidad sin saberlo.

Tenía 13 años cuando escuché por primera vez la voz de Brian Molko. Para esos ayeres, años 2000 y 2001, si tus recursos eran limitados la música se conseguía con una particular lentitud, ya sea por una piratería naciente y revolucionada con la quema de cd’s, por la copia de cintas directo de la radio o de otras cintas, o por la muy lenta descarga de material en redes P2P como Ares, Emule, Limewire o Napster; así, los potenciales melómanos jodidos estábamos sometidos a disfrutar todo el contenido de las producciones en cuanto llegaban a nuestras manos, a atascarnos de ellas hasta que arribara un nuevo material.

Hasta la secundaría, mi vagaje musical era muy clásico, en casa crecí escuchando una singular mezcla de grupos como Led Zeppelin, Creedence Clearwater Revival, Pink Floyd, Janis Joplin, entre muchos otros, y música de José Alfredo Jiménez, Lola Beltrán, Joan Sebastian, Rocío Durcal, Timbiriche y Menudo. Tenía grabaciones en cinta de las Spice Girls, Michael Jackson, Nirvana, Bronco y Selena, y borré innumerables cassetes del Reader’s Digest buscando canciones en la radio de Control Machete, NIN, Molotov o Plastilina Mosh, la novedad pues.

La secundaria suele ser un sitio muy cruel, y no era la excepción para mi amigo Oswaldo, apodado “el Satánico”, quien se ganó dicho apodo por ser fan de Rammstein, sé que hoy esto no tiene sentido, pero para la época, en un sitio marginado y lleno de pobreza y precariedad económica, un grupo de metal industrial que canta en alemán ciertamente tiene algo de “satánico”. Oswaldo era hasta entonces la persona más perturbada que conocía, y es que éramos tan jóvenes para comprenderlo, pero el contexto que vivía no era sencillo y tampoco daba muchas opciones.

Oswaldo y yo nos hicimos amigos porque no le hablábamos a nadie más en la secundaria, ya que ambos veníamos de otras escuelas de las que nos habían corrido. En ese entonces mis intereses estaban en el hip-hop y la cultura urbana que comenzaba a crecer en mi colonia. Por su parte, el “Satánico” tenía el sueño de crear una banda de rock inspirada en sus bandas favoritas: Marilyn Manson y Rammstein. Gran parte de nuestro tiempo libre la pasábamos hablando de música, y cuando podíamos escuchábamos discos en su casa, pues en su cuarto tenía reproductor de Cd’s. Fue entonces cuando Oswaldo me mostró “el nuevo” material que le había recomendado un vendedor discos en el tianguis, se trataba del Without You I’m Nothing de un grupo llamado Placebo, ¿ok!

Recuerdo que juzgué el álbum solo por la portada, pues creí que se trataba quizá de un disco aburrido, tenía en mi mano la caja con una pésima impresión del arte del disco que mostraba a dos mujeres vestidas de negro pensativas y tristes, recargadas sobre una mesa con un brazo encima del otro, era pues una imagen deprimente, y la contraportada no se quedaba nada atrás. Sin embargo no me dejé convencer por esa idea y esperaría a escuchar cada track para al menos emitir una opinión.

“Pure Morning” sonó por primera vez en mis oídos con ese particular riff repetitivo y desgarrador, una batería monótona y simple pero poderosa y una voz tan hermosa como la de un ser divino, fría e inhumana pero llena de vitalidad. Era algo distinto quizá a lo que estábamos acostumbrados a escuchar, tan diferente al Limp Bizkit, Korn o los Red Hot que habíamos explorado en tardes anteriores. Y así se sucedió una canción a la otra, yo estaba sentado junto al estéreo, aún con la caja del cd en mis manos, tratando de recordar los pocos conocimientos de inglés que hasta el momento tenía para intentar de traducir los nombres de las canciones y saber si lo que me hacían sentir se correspondía al menos un poco con lo que significaban. Oswaldo, como de costrumbre, estaba acostado en su cama en silencio, siguiendo el ritmo de vez en cuando con un pie.

Y es que esa extraña sintonía que guardaba cada track del álbum le hacía cobrar un significado homogéneo a todo (aunque en ese entonces no lo sabía): a nuestra rutina, nuestra situación familiar, nuestros dolores, nuestra realidad; al menos yo sentí que Placebo era un grupo que hablaba conmigo en temas que tal vez no había explorado mucho, como la tristeza, la idea de la soledad, la idea de la ausencia. Canciones como el homónimo del disco, “Without You I’m Nothing” o “The Crawl” apelaban a un sentimiento que no razonaría hasta meses después, pero que para ese yo adolescente que estaba por conocer el dolor, la pérdida y la incertidumbre, eran como la calma antes de la tormenta.

Hoy, diecinueve años después, justo en medio de la pandemia, en una situación desesperada por la salud de un ser que amo, me hayo con los brazos uno encima del otro, recargado en la mesa, con la mirada perdida, esperando una llamada. Y recuerdo el disco Without You I’m Nothing, y todo cobra sentido. Una vez más sus canciones suenan, ahora en mi computadora, y además tengo la consciencia de lo que dicen…

El sillón aún está vacío esperando un regreso.


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Etiquetas: | #Música | #Placebo | #2000's | #Adolescencia